lunes, junio 05, 2017

ANA


Ana era una mujer con una vida tan común como su nombre. Trabajaba de sol a sol en un empleo que le iba quitando los años. Cuando tenía suerte, mucha suerte, amaba de luna a luna y recuperaba en una noche un trozo de la vida. Pero la suerte cada vez visitaba menos el apartamento de Ana.

Vivía sola, un poco por elección y un poco por vocación. Pasaba los fines de semana dedicada a su gran amor, es decir, a la cocina. Entre platos y cacerolas sentía que la vida tenía un motivo para vivirse. No importaba que nadie más que ella probara sus recetas, Ana seguía cocinando. 

Lo mejor de todo, es que su amor era correspondido. No había receta, por simple que fuera, que no tomara otro sabor en sus manos. Si Ana, descuidada, dejaba algún plato más tiempo del necesario, el fogón mismo bajaba la temperatura, no fuera a ocurrir que la receta se arruinara.

Pero no era aquel su único secreto. Nadie sabía que estaba enamorada del periodista que escribía las recetas del periódico del domingo. Nunca había intercambiado con él palabra alguna. Lo leía fielmente, eso sí, pero nunca le había escrito. Tenía miedo de que este amor no fuera correspondido. Le bastaba con ver cómo se atrevía a proponer mezclar el arroz con el mango para imaginarlo como un hombre atrevido, como un ardiente explorador. Pero cuando propuso hacer un día jugo de papaya con fresa Ana no soportó más la tentación. Le escribió. De su puño y letra dijo "yo lo leo".

Ana estuvo segura de que él le respondió. No fue de su puño y letra. Tampoco a la dirección del remitente. Respondió públicamente, en su sección de cocina. Puso la receta de un pastel de carne. Y eso, sin dudarlo debía ser una respuesta para ella. Así que volvió a escribir. Esta vez se tomó más confianza y le dijo que "le gustaba sentirse por él acompañada”. Toda la semana esperó para sentir que recibía una respuesta. Esta vez con un tiramisú de chocolate. Ana se preocupó. La conversación estaba tomando otro color. Cedió a las ganas y le dijo "que sí, que quería verlo". Y entonces, el domingo, el periódico publicó una ensalada. Ana se preocupó de nuevo. ¿Qué había pasado? ¿Por qué ahora le mandaba un plato frío? Ana volvió a escribir, y fue una espera eterna. Él publicó un coctel, lo que Ana entendió como unas disculpas por el desplante de las verduras. Así que le insistió, y le dijo que se vieran. Él puso luego una de esas recetas que se hacen a fuego lento. Y Ana se desesperó. ¿Por qué le decía que se tomaran las cosas con calma? Así que no soportó más y se fue al periódico. No dejó carta esta vez, sino un soufflé con la dirección de su casa: no podía ser más directa. 

El domingo, el periódico publicó una cena para dos. Ana comprendió el mensaje y el viernes siguiente no fue a trabajar. Se quedó en casa, cocinando, con tan mala fortuna que aquel celoso horno no quiso prender. Llamó al servicio técnico, donde una fría voz le dijo que "irían más tarde, que había mucho trabajo". La pobre Ana vio pasar las horas, mirando como el reloj la torturaba con cada paso. Su horno nunca recibió atención. A las 6 de la tarde se sintió morir. Su escritor de recetas de cocina estaba a punto de llegar y el maldito horno no funcionaba. Entonces abrió la nevera, y un poco desesperada, decidió hacer un par de sánduches de atún, nada elaborado, pero por lo menos algo para no recibir al periodista con las manos vacías. Y, además, preparó dos copas con vino que esperaban para ser llenadas. A las 7 los nervios la vencieron, y decidió tomarse una copa. Y luego dos, y ya metida en gastos un par más. Así quedó dormida sobre la mesa. 

A la mañana siguiente, ya sin celos el horno funcionaba. Esperó todo el día para que llegara el domingo. Y entonces vio la receta. Sánduche de atún.

Ana entendió que hay cosas que no pueden ser, así que dejó de escribirle notas. Y también dejó de leer las recetas del domingo. Nunca se enteró que desde ese día, semana tras semana, el periódico publica recetas que pretenden conquistar a la mujer que meses atrás dejó un soufflé y una dirección en la que nadie abre la puerta.

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